La llegada del hombre a América se produjo hace unos 30.000 años, mucho después de haber poblado el resto de los continentes. Desde las crudas estepas asiáticas, atravesando la inacabable Siberia y cruzando por fin el famoso Estrecho de Bering, hordas incansables penetraron por los hielos del Norte a nuestro continente, a lo que hoy conocemos como Alaska, y tras miles de años y el paso de incontables generaciones, en un lento peregrinaje hacia el Sur en el que fundaron imperios legendarios, llegaron hasta Tierra del Fuego. Con esta odisea milenaria se completaba la expansión de nuestra especie por el planeta. Así, el último lugar de la Tierra alcanzado por el Homo Sapiens fue nuestro actual territorio patrio: la Argentina.
De las pampas hacia el Norte
Pero los últimos serán los primeros, habrá pensado Florentino Ameghino, allá por el año de 1870, cuando comenzó a pergeñar, de muy joven, la teoría que afirmaba exactamente lo contrario: para Ameghino, la especie humana surgió, no en África, sino en nuestras pampas, en la actual provincia de Buenos Aires, y todo aquel peregrinaje de la especie se dio, sí, pero en sentido inverso al sostenido por la ciencia. El Homo Pampeanus ―como decidió llamarlo― habría partido de nuestras tierras, remontado el continente hacia el Norte fundando imperios legendarios a su paso, y habría cruzado el famoso Estrecho de Bering desde Alaska hacia la inacabable Siberia y las crudas estepas asiáticas, para dispersarse por el resto de los continentes después. ¿Cómo no simpatizar con el autor de semejante teoría?
Al joven Ameghino no le tocaron las mejores circunstancias en la vida. Nació en una familia modesta, de inmigrantes italianos. Fue un simple maestro sin recursos que tuvo una formación autodidacta. No tenía un título universitario que lo avale ni el patrocinio de nadie. Aun así, imbuido de fervor patriótico, se propuso remontar un partido que perdíamos por goleada: ni más ni menos que nuestro lugar en la escala evolutiva, el lugar de un imaginario Homo Pampeanus. Por increíble que parezca, tuvo su efímero minuto de gloria internacional. En 1878 viajó a Francia y expuso su teoría. Consiguió que lo escucharan, que en París científicos eminentes se distrajeran de sus labores para refutarlo. Desde entonces hizo mil esfuerzos por sostener esa bella alucinación paleontológica hasta convertirse en uno de nuestros entrañables antihéroes, un poco al estilo de Roberto Arlt. Pero la tozuda realidad de los hechos le negó implacablemente la razón.
Legado de un soñador
El legado por el que hoy la historia lo recuerda, creo, lejos de fundarse en sus méritos científicos, que no fueron escasos, se debe a su ilimitada capacidad de soñar y a una voluntad inquebrantable. Halló el sentido de la vida en la defensa de una causa perdida, pero lo halló, y puede aplicársele la sentencia socrática de que «Solo una vida de búsqueda es digna de ser vivida». Fue, en cierto modo, un Quijote de las pampas, el Homo Pampeanus, ese tipo de personas en las que deberíamos reflejarnos de vez en cuando, porque nos enseñan a no bajar los brazos ante las dificultades, a pelearle cada pelota a la vida y aspirar a grandes y delirantes cosas, aunque te toquen las peores circunstancias, o hayas nacido en el último lugar sobre la Tierra.
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Juan Ángel Cabaleiro – Escritor.